Ana Martín / Editorial
Hace dos meses Televisión Española retransmitió la gala para elegir al representante de nuestro país en Eurovisión y el ganador fue Rodolfo Chikilicuatre, un actor que había diseñado un show carente de calidad musical, pero que desprendía una gran dosis de humor. Desde ese momento comenzó en España un debate mucho más intenso que el que se ha podido tener sobre el trasvase del Ebro o la crisis del Partido Popular: ¿Debe ir “El Chiki-chiki" a Eurovisión?
Muchas fueron las voces que se alzaron desde el mismo momento de la elección dejando ver que Eurovisión era un concurso con prestigio y que no podíamos llevar a un showman disfrazado de hortera que tocaba una guitarra de juguete y le acompañaban unas bailarinas desagradables para la vista, negando así, una primera oportunidad a muchos artistas desconocidos que buscan hacerse un hueco en el panorama musical.
Pero a su vez, otras voces se elevaron por encima de estas, quejándose de estar hartos de ver como llevábamos año tras año canciones anodinas con las que tan solo habíamos conseguido un séptimo puesto en los últimos años y que veían en el espectáculo de Chikilicuatre una oportunidad para destacar en el Festival.
¿Pero que es lo que realmente nos crispa? ¿que nos represente un actor en vez de un cantante con cualidades? ¿que estamos hartos de hacer el ridículo? o ¿que queremos aparentar seriedad en un concurso que hace tiempo dejo de importarnos? Todo este revuelo desde la elección de Rodolfo Chikilicuatre, se ha formado para nada, porque al final pasará lo de siempre, que quedaremos olvidados en mitad de la tabla camuflados entre otros países. Asumamos cuanto antes que con esto de Eurovisión nos pasa igual que con la Selección: antes de llegar nos vamos a comer el mundo, pero una vez allí pasamos completamente desapercibidos.
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